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viernes, 6 de mayo de 2016

Somos resultado de un milagro

La vida es un resultado milagroso en sí mismo, ese soplo o instante en que despierta la odisea de un ser vivo es producto de un afortunado instante que pudo ser ese -y solo ese- por ese microsegundo en que se activa. Pero así como el azar o el creador (según quien crea o no), da lugar a ese instante maravilloso, no es menos cierto que hay factores que ayudan a mejorar ese milagro al punto de hacerlo perfecto. Factores sin cuyo auxilio hubiera sido otro el resultado, incluido el fracaso. No basta con ese impulso mágico o eléctrico que da inicio a todo, a veces es necesaria la asistencia de otras personas que hagan su parte para que opere el prodigio. En el mes que recordamos a nuestras madres, viene a cuento la historia de un tal Thomás Alva Edison y de un amigo al que llamarè Juan, Pedro, Carlos o Ernesto...
                    
(Dedicado al amigo protagonista de esta historia y a todas las madres) 

Madres del corazón

La historia cuenta que a los siete años pasó por una breve experiencia escolar que duró apenas tres meses, cuando fue expulsado por la “falta de interés” que argumentara su maestro. Con ese antecedente fue su madre, una maestra retirada, la que tomó el desafío de inculcarle la educación que le negaron en aquel instituto. Supo contagiarle el deseo de aprender, de ser curioso, de no dejar nada sin preguntar, de investigar todo al punto de despertar en aquel niño expulsado del colegio la chispa que encendiera la avidez por conocer y aprender, de ser inventor.

Fue una mujer la responsable -otra vez- de iniciarlo todo, de dar ese impulso mágico preciso que echó a rodar una indomable sed de aprendizaje que habilitó el potencial de un niño despreciado por el sistema pero convertido en genio por ese impulso maternal divino. A nadie importó -salvo a su madre- que aquel niño sordo por una escarlatina sufrida, tuviera otra oportunidad para despertarle la curiosidad indispensable de querer aprender.

Todos le debemos hoy gran parte de nuestro confort a este niño despreciado por aquel maestro de Port Huron en Michigan, y -seguramente- también se lo debamos a ese maestro pues sin ese impulso hubiera sido otra la historia.

Nadie puede afirmarlo con certeza, solo que hubo un rechazo inicial que llevó a un acto heroico de una mujer que no dio razón al rechazo y abrigó con amor y esperanza la noble tarea de inculcarle conocimientos a un pequeño rechazado. Así fue como se alcanzó el milagro de un tal Thomas Alva Edison.

Salvando distancias, conozco un caso parecido. Un niño al que la dislexia lo dejaba al rezago en la escuela, y generaba el rechazo de una maestra que no podía lidiar con su problema. Aquella maestra, no tuvo mejor recomendación que sugerir a la familia que lo sacaran de la institución educativa, siguiendo el mismo manual que aquel maestro de Port Huron. 

El niño en cuestión podría llamarse Juan, Pedro, Carlos o Ernesto, poco importa, importa lo que hicieron por él y con él. Tanto aquella maestra -que lo expulsó- como las mujeres que apostaron por él y a las que les devolvió con creces lo apostado.

Es que cuando hay gente empecinada en aplicar viejos manuales que quedaron detenidos en el tiempo, la vida misma se encarga de poner en el camino a otra gente para contrarrestar y derribar esas prácticas.

No sé que será de aquella maestra de primer año que llamó a su abuela y a su tía para decir que era “un burro, con dislexia y que no aprendía nada”; que tenía que “sacarlo de la clase”. Solo sé que lejos de eso, esas mujeres -convertidas en madrazas de pura cepa-salieron a buscar otro turno, y otra maestra encontrando una que lo recibió y le dio mucho cariño junto al aprendizaje con el que pudo salir adelante en la vida.

Luego, vinieron otras mujeres que permitieron vencer la vergüenza de hablar en clase, que le enseñaron a investigar y aprender, con ellas aprendió a hacer monografias, a plantear un problema. Estudió y se esforzó, culminando su carrera y hoy es un profesional recibido. Su mujer dice que es producto de un milagro, y él afirma orgulloso ser el milagro de un conjunto de mujeres que marcaron su vida para siempre.

Todos somos y hacemos parte de un milagro, del milagro de la vida. Y en ese juego, una parte sustancial le cabe -sin dudas- a alguna mujer a quien le debemos nuestra existencia. Son ellas las que nos abrigan y dan cobijo siempre, las que no dan batalla por perdida, las que apuestan sin dudarlo por nosotros, las que siempre nos defienden sin importar nuestras culpas; las que aún esperan por la verdad y para las que se hace imperiosa la justicia.

Son nuestras y de nadie más. Son ellas, las responsables de todo y las culpables de nada. 

Para ellas, vaya nuestro reconocimiento por ser, milagrosamente madres.




el hombre se quedó callado,
el perro ladraba su milagro...

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